donar
historias

Déjenlos entrar

Sister Ellen FitzGerald with refugees in 1979. Credit: Mercy Heritage Center.
Sister Ellen FitzGerald with refugees in 1979. Credit: Mercy Heritage Center.
idiomas
compartir
Share this on Facebook Share this on Twitter Print

Por la Hermana Ellen FitzGerald

Las Hermanas de la Misericordia se solidarizan con nuestros hermanos y hermanas inmigrantes y refugiados. Esta publicación blog es parte de una serie especial de publicaciones de una semana sobre la Misericordia e inmigración, que incluye relatos históricos de las raíces de las hermanas como inmigrantes en el siglo XIX, así como una mirada a los ministerios de la Misericordia, pasados y presentes, sirviendo a nuestros hermanos y hermanas inmigrantes y refugiados. ¿Deseas saber más? Visita la página Misericordia para inmigrantes.

Introducción—Una mirada atrás

El escrito a continuación fue publicado originalmente en diciembre de 1979 en University of San Francisco Campus Digest, sólo meses después que el Presidente Jimmy Carter firmara una orden ejecutiva permitiendo que unos 13.000 refugiados por mes entraran a Estados Unidos. Los refugiados escapaban de regímenes comunistas que habían tomado el poder en Vietnam, Laos y Camboya. Llegaban en vuelos chárter a la Base de la Fuerza Aérea Travis al norte de San Francisco, después iban en autobús al Aeropuerto Internacional de San Francisco para vuelos a sus destinos finales: las agencias en todo Estados Unidos que habían aceptado sus casos para reasentamiento. Estas agencias tenían dificultades para enviar a su personal local a San Francisco con el propósito de dar acogida a los refugiados, llevarles comida, hacerse cargo de emergencias y guiarles a sus puertas de embarque, y así por el estilo. Las agencias no tenían suficiente personal y los refugiados sólo seguían llegando. Nuestra casa madre estaba apenas a diez minutos del aeropuerto y cuando recibimos el pedido para ayudar, más de cien entre nosotras respondimos.

En 1980 había un estimado de 12 millones de refugiados. Todo el mundo trabajó con tanto corazón para ayudar a estas personas y ver que se reubicaran, no sólo Hermanas de la Misericordia, sino gobiernos, agencias, iglesias de toda fe, de todo el mundo. Hoy, hay más de 65,6 millones de personas desplazadas por la fuerza. ¿Vemos el mismo compromiso? ¿No hemos aprendido algo entretanto?

Déjenlos entrar: Un escrito sobre la crisis de refugiados del sudeste asiático, 1979

Todo el mundo ha visto fotos de la hambruna actual en Camboya, y casi todos están de acuerdo en que se debe enviar ayuda a esas personas que están muriendo, independientemente de las consideraciones políticas. Hay mucho menos acuerdo cuando se trata de admitir refugiados en los Estados Unidos. ¿Tiene justificación el agregar 14.000 personas por mes a una economía que apenas puede sostener a los pobres que ya tenemos?

Mi visión de los refugiados indochinos proviene del voluntariado en el campamento de tránsito cerca del aeropuerto internacional de San Francisco, donde la mayoría de ellos ingresa a este país. Si bien la Conferencia Católica de los EE. UU. es una de las principales patrocinadoras, las agencias de reasentamiento incluyen Luther Immigration, Church World Services, World Relief y otras. Su personal y voluntarios, un grupo ecuménico, todos han sentido la unidad que se crea cuando buenas personas de muchos orígenes trabajan juntas. Son los refugiados quienes nos unifican, más allá de la cultura y la raza, en esta poderosa experiencia de humanidad compartida y en una conciencia común. Nos liberan de juicios como los que la historia hace sobre las naciones que hace 40 años rechazaron a los refugiados judíos. «La familia humana», «Unidad en la diversidad»: los clichés cobran vida. Después de conocer a laosianos, chinos, vietnamitas y camboyanos, tan diferentes en cultura e incluso en rasgos, nunca más puedo categorizar a los «asiáticos» como un grupo. ¿Acaso son estos jóvenes, que actúan como mis propios sobrinos, «extranjeros»? Los dignos e impasibles miembros de la tribu hmong de las montañas de Laos revelan una forma de enfrentar la pérdida catastrófica; los extrovertidos y afectuosos católicos vietnamitas encarnan otra muy distinta, y me hacen ver de una manera nueva la catolicidad de esta Iglesia mía.

Necesitamos estas ideas, ya que necesitamos corazones abiertos para comprender los diferentes valores culturales de estos inmigrantes más nuevos. A menudo me pregunto si «¿podemos permitirnos aceptarlos?» es la pregunta correcta. Cada vez más me pregunto: «¿podemos permitirnos no aceptarlos?». En una sociedad de bienes, entretenimiento y (al parecer) personalidades producidas en masa, la individualidad pura de una escoba hecha a mano por un agricultor laosiano parece emblemática. ¿Tienen estos refugiados con sus patéticas pocas posesiones algo que ofrecer a la nación más rica del mundo? Creo que sí, porque sé lo que me han dado y sé que necesito que me recuerden lo que las vidas de ellos proclaman.

Las posesiones materiales y la seguridad no son los valores fundamentales: Yo creo en eso. Pero nunca tuve que hacer una apuesta 50-50 sobre la muerte como condición de mi creencia, como lo han hecho la «gente en botes». Quiero vivir en un país libre; pero nunca tuve que hacer algo mucho más difícil que registrarme para votar. ¿Qué puedo decirle al camboyano que, para escapar de una dictadura fanática y despiadada, caminó durante tres meses por la jungla y vio morir de hambre a su hijo menor? ¿Qué pasa con las familias de la ciudad enviadas a cultivar granjas colectivas, sin semillas, herramientas o experiencia? Si ninguna de estas personas tiene el derecho de entrar a Estados Unidos, tampoco lo tuvieron nuestros antepasados.

Y si despreciamos los dones de espíritu que traen estos refugiados, tal vez estemos contando nuestros propios días. Nosotros, estadounidenses, ya parecemos tener dudas sobre el futuro, por ejemplo, no estamos dispuestos a apoyar a familias numerosas o votar por bonos escolares. Pero los refugiados que he conocido confían en el futuro lo suficiente como para entregarle a sus propios hijos como «rehenes». Están acostumbrados a vivir con poco sobre la tierra y son frugales, corteses y agradecidos por todo. Ellos aprecian a la familia, sobre todo. Y son tenaces, con la tenacidad tranquila de los sobrevivientes. Si se les da la oportunidad, enviarán a sus nietos al Senado, tal como lo hicieron los inmigrantes alemanes, irlandeses e italianos. Es bueno recordar que Estados Unidos, con todas sus fallas, es un lugar donde eso puede suceder.

Pero tal vez el don más valioso que nos pueden dar los refugiados es una forma de salir de la complacencia. No importa cuánto hagamos, mañana habrá otro avión lleno de ellos, descalzos y llenos de confianza. Sin ellos, ¿podemos siquiera comenzar a entender este difícil aspecto de lo humano que es el dar? Una vez, Jesús elogió a una viuda que no dio de lo que le sobraba sino de lo que ella necesitaba para vivir. Esos refugiados sacuden mi autojustificación, y los amo por eso.

Cuando los ayudo a abordar los vuelos a sus nuevos hogares, siempre me agradecen: yo represento a todos los estadounidenses; yo represento una nación acogedora y generosa. Y sé que por nuestro propio bien, tenemos que dejarlos entrar.

Reproducido con permiso de la Universidad de San Francisco. Este ensayo apareció originalmente en USF Campus Digest, diciembre de 1979.