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Duodécima, decimotercera y decimocuarta estaciones: Jesús muere, es bajado de la cruz y colocado en la tumba

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Por la Hermana Helen Amos

Hace años, en una misa de Miércoles de Ceniza, el predicador de la homilía me impresionó mucho al observar que la Cuaresma está destinada a interrumpirnos, a detenernos y a dirigir nuestra atención a los misterios que subyacen bajo las preocupaciones de nuestras rutinas diarias. Así que, este año como siempre, comenzamos el tiempo santo marcando nuestras frentes con cenizas y recordando la naturaleza de nuestro caminar terrenal, del polvo al polvo.

Ahora que la Cuaresma está llegando a su fin, la liturgia no nos ofrece cenizas sino ramos de palmas como acompañamiento simbólico del relato del Evangelio de los últimos días de Jesús en la Tierra. Esto también debería detenernos en seco: la pasión y muerte de Jesús no son abstracciones piadosas sino hechos históricos. Nuestra fe en la verdad de la encarnación, junto con la realidad de la muerte de Jesús en la cruz, revela que Dios está con nosotros como un compañero de viaje, compartiendo nuestra finitud, nuestro destino, del polvo al polvo. Habiendo sido educadas en la primacía de la resurrección, podemos estar tentadas de dar al hecho crudo de la muerte de Jesús menos atención de la que merece.

Un reciente acontecimiento en el lugar de mi ministerio se convirtió en una oportunidad inesperada para mí de abordar este aspecto desafiante de nuestra fe. Al llegar a lo que pensábamos que sería un día de trabajo normal en el hospital, nos enteramos de que uno de nuestros oficiales de seguridad, un hombre casado de 47 años y padre de cinco hijos había muerto repentinamente en su puesto en la madrugada. El impactante mensaje se difundió rápidamente entre el personal. La sensación de pérdida era palpable e inexorable. Cientos de nosotros formamos una guardia de honor en los pasillos mientras el cuerpo de nuestro compañero de trabajo era llevado reverentemente y se alejaba de nosotros. Durante varios minutos, estuvimos hombro con hombro en un silencio tan profundo que parecía «hablar» su propio mensaje. El lenguaje es un don que nos permite comunicarnos y relacionarnos con los demás, pero el silencio (la falta de habla) también puede ser un don, un don que permite la comunicación y la comunión cuando la compasión es la única respuesta que tenemos.

Todavía estaba en un estado meditativo cuando regresé a mi oficina. En la pared, hay una impresión de la Piedad más famosa de Miguel Ángel, una reproducción de la exquisita escultura de mármol blanco de la Basílica de San Pedro. Miré esa imagen familiar como con nuevos ojos: la Madre Dolorosa mostrándonos el fruto de su vientre, no todavía victorioso, sino un cuerpo sin vida en camino a su sepultura.

Nuestra fe en la verdad de la vida eterna choca con la muerte real, especialmente la muerte de alguien a quien amamos. Una gran medida del sufrimiento que llamamos dolor es nuestra lucha por recomponer y dar nueva forma a la dura evidencia de la muerte, y reconciliarla con las promesas de la fe. La Cuaresma concluye con un recordatorio de que la única salida es mediante —mediante, con y en el que murió por nosotros. En este valle de lágrimas, contamos con la oración de nuestra Santa Madre por nosotros: Que seamos dignos de las promesas de Cristo.