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Por la Hermana Pat Kenny

Hace muchos años, cuando estaba en lo que en ese entonces se llamaba «primer fervor», escribí en mi pequeño diario, «Acepta todo, espera nada». Cuando lo leí, después de años, me pregunté dónde estaba y qué estaba sucediendo o había sucedido para provocar tal entrada. La aceptación de todo, ahora me doy cuenta, era mucho más inclusiva de lo que el buen juicio y la salud mental respaldarían. La buena ciudadanía a veces exige la no aceptación de muchas cosas. La buena espiritualidad siempre exige la consideración cuidadosa de las nuevas y, con mucha frecuencia, viejas ideas.

La otra mitad de esa entrada fue igual de problemática. Una no toma decisiones grandes como ingresar al convento a los 17 años sin esperar nada. Las expectativas son la base de las decisiones: ¿Vale la pena dedicar mi tiempo a este nuevo libro, escrito por un autor que no conozco? ¿Será esta computadora, aunque tenga un precio tentador, una buena compra?

Debería tener expectativas, en especial de mí misma. En aquellos días, cuando a una hermana joven se le asignaba enseñar materias que nunca había estudiado, rara vez lo cuestionaba. Pero si ella no estaba completamente petrificada de tratar de explicar un principio científico a una clase mucho más avanzada que ella en ciencias, se preparaba lo mejor que podía y entraba en la clase con un espíritu de confianza esperando que realmente pudiera hacerlo.

El problema actual es que, como ciudadanas/os estadounidenses en 2020, se espera que aceptemos todo lo que nuestro presidente y el Senado controlado por los republicanos decidan por nosotras/os. Hemos aprendido a no esperar mucho a cambio. Las promesas son vacías; las garantías demuestran ser falsas; abundan las mentiras descaradas y las excusas cuando las promesas y las garantías no cumplen con nuestras expectativas. Ya no nos sorprende; de hecho, hemos llegado a esperar que nos engañen, nos nieguen y nos decepcionen constantemente.

¿Cómo trata esto una persona reflexiva, razonable y con conciencia? Es fácil levantar las manos con ira, vociferar porque no tenemos la manera de revocar las malas decisiones o legislaciones. Tenemos que encontrar maneras, juntas y personalmente, de enfrentar nuestras circunstancias de modo eficaz sin correr el riesgo de perder nuestra propia cordura y seguridad. Quizás este sea el momento de contar nuestras bendiciones; tamizar de nuestra lista de empeoramientos todas las cosas de las que no tenemos control; tomar los pasos que podamos, aun los costosos, para hacer que el cambio se efectué dónde podamos; y recordar que Dios nunca espera más de nosotras de lo que cuando recibamos la gracia logremos realizar.

Recuerdo la Oración de la Serenidad:

Dios, concédeme la gracia de aceptar las cosas que no puedo cambiar,
valor para cambiar las cosas que puedo,
y sabiduría para reconocer la diferencia.

Es esa última parte en la que realmente necesito trabajar.