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Por la Hermana Pat Kenny

De vez en cuando, entre la cascada de sonidos que sirven de música de fondo para los acontecimientos de nuestra vida, un puñado de palabras, una línea de una canción quizás, o las últimas palabras de una conversación siguen repitiéndose en mi mente. Parece que quieren ser recordadas o meditadas un poco antes de ser olvidadas.

Últimamente me viene a la mente una frase de uno de los miles de anuncios de la televisión. Un coche se ha salido de una carretera muy transitada y ha caído a un barranco; parece que pasa casi desapercibido para los camiones, las bicicletas y los autobuses que pasan por encima. Un carro de bomberos frena y un bombero se abre paso por la pendiente. La conductora del coche, una joven muy afectada, pregunta: «¿Mi hijo?».  «Está bien», dice el bombero, y añade: «Ya está a salvo».

La escena toma menos de diez segundos, pero capta un mundo de significados. En tiempos como los nuestros, en los que la vida parece tan precaria, todo el mundo se arriesga y, a veces, las cosas salen mal: así son las cosas. Aunque intentemos ser cuidadosos, en un solo momento todo lo importante en la vida puede derrumbarse. La vida continúa felizmente para el resto del mundo, pero si el hijo de esa mujer hubiera muerto, su vida nunca volvería a ser la misma. Esas palabras, «Está bien. Ahora está a salvo», adquieren de repente un significado que no puede medirse con ningún cálculo. 

La seguridad, según la jerarquía de necesidades de Abraham Maslow, descrita en su estudio de 1943 sobre la motivación humana, está en la base de una pirámide de cinco niveles, justo por encima del aire, la comida y el agua. La seguridad para nosotros mismos y para nuestros seres queridos subyace en nuestros planes, decisiones y acciones, tanto si la incorporamos conscientemente como si no. ¿Pero qué pasa con la seguridad para los demás?

El peligro que la pandemia de COVID-19 representa para nuestra salud colectiva se hizo trágicamente evidente en todo el mundo en 2020. Además de los riesgos continuos inherentes a la contaminación del aire y del agua, la conducción bajo los efectos del alcohol, las balas perdidas, la pintura con plomo, el mantenimiento descuidado y los errores humanos cotidianos, todos estábamos expuestos a un peligro aún más mortal y casi impermeable a las precauciones ordinarias. Lo mejor que podíamos hacer era ponernos máscaras y mantener distancia segura entre nosotros y los demás.

Las máscaras, por muy molestas que fueran, se convirtieron en el mejor y casi único método para mantenernos a salvo y garantizar también cierta seguridad para los demás. No se trataba de mí y de mi seguridad, sino de un poderoso ejemplo de cuidado humano de los demás.

Cada vez que veo ese anuncio, reflexiono sobre ello. Me recuerda lo necesario que es ser consciente de todas las pequeñas cosas que puedo hacer ahora por aquellos cuyas vidas toco para hacerles la vida más segura. Una palabra de advertencia, una mano amiga, una sonrisa o un gesto tranquilizador, algo que diga: «Aquí estás a salvo, ahora estás a salvo».