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Quinta estación: Simón de Cirene es obligado a ayudar a Jesús a llevar la cruz

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Por la Hermana Lisa Mary McCartney

¿Alguna vez le han dado las gracias a un amigo por compartir su sufrimiento y su dolor con ustedes? Recientemente, una mujer que sufría un terrible dolor emocional y físico se preguntó por qué yo la llevaba —qué me había dado ella, en esencia, y de qué me servía ella a mí o a cualquiera otra persona. Con ansiedad, traté de afirmarla, refiriéndome a su inteligencia, perspicacia, honestidad, resistencia, generosidad, sentido de responsabilidad y humor.

Sólo más tarde me di cuenta de que no había tocado el mayor don que ella me ha dado, un don que vino con la nube negra que se ha cernido sobre ella durante más de los 20 años que nos conocemos. Nuestra amistad, sin duda, comenzó el día en que entró en mi oficina y preguntó: «¿Cómo perdonas?». Ella ha puesto a prueba mis creencias, mis ideas, mis prejuicios, mi articulación, mi paciencia, mi comodidad. En resumen, ella me ha desafiado a ser real y a ser cautelosa con esas rápidas respuestas espirituales y teológicas.

Seguramente, cada una de nosotras tenemos una o varias personas, así como amigos, en medio de nuestro servicio y ministerio. A menudo esas personas se consideran como extrañas o marginadas. Mi amiga una vez comentó: Las hermanas y los sacerdotes deberían pasar más tiempo con gente como yo. Estoy de acuerdo. Esta gente tiene una forma de abrirnos a la verdadera materia de la misericordia de Dios. Al involucrarnos en su angustia, ¿no podemos decir que hemos sido secuestradas, poseídas, puestas al servicio, obligadas a cargar con la cruz de otro? Así, Simón de Cirene vive a través de nosotras, con y en nosotras.

¿Cómo es posible que estemos hechas para llevar la cruz de otra persona? Lo más seguro es que ocurra en los momentos en que todo lo demás falla, y nos enfrentamos a nuestras limitaciones, ya sean personales o sociales: los consejos, la atención médica, los servicios sociales. Cuando nuestro único recurso es sólo Dios y no podemos hacer otra cosa que orar, y orar en su forma más simple: Jesús, confío en ti por ella, te la confío a ti.

Las dolorosas necesidades de tales amigos nos impulsan a una oración del corazón en toda su autenticidad, como lo hacía Catalina cada vez que escuchaba el consejo, «Confía sólo en Dios». Nuestro único consuelo seguro es saber que nuestro amigo se convierte en una ofrenda sagrada, entregada en el amoroso abrazo de Dios. Confiando en ese alguien, podemos soltarnos de las interminables causas de preocupación, permitiendo que nuestro servicio y ministerio respiren una nueva vida. Tomar la cruz de otro nos lleva inevitablemente a la oración de intercesión, real, simple y sentida.

¿Con qué frecuencia rezamos oraciones de intercesión? Piensen que lo hacemos a menudo formalmente, dos o tres veces al día. ¿Con qué frecuencia percibimos el dolor y la angustia de los destinatarios de nuestras palabras de petición? ¿Cuántas veces hemos pensado en agradecer a un amigo por enseñarnos a rezar… llevando una cruz, ya sea suya o nuestra?