Hermana Francis Jerome Cruz
Nuestra historia de salvación es un largo caminar del corazón humano, que anhela la realización de la promesa de Yavé por la tierra prometida, de una nueva alianza de la promesa de Dios de salvación para la humanidad. ¡Sí, toda la creación está en un peregrinar!
Dos mujeres, dos mujeres embarazadas, se visitaron. Isabel, la mayor, pasada en edad de tener hijos y en sus siete meses de embarazo; y María, la joven adolescente a quien solo unos días antes, el ángel del Señor le dio a ella la más estremecedora noticia: «tú concebirás en tu seno y darás a luz un hijo y le pondrás el nombre de Jesús».
Con brazos extendidos, María corrió gozosa y abrazó a Isabel. Isabel exclamó con jubilosa voz, «Mi hijo, mi bebé saltó de gozo en mi vientre al oír tu voz». María en un incomparable himno de alabanza exclamó: «El Poderoso ha hecho grandes cosas en mí» y luego en una poderosa voz profética, ella proclamó la grandeza y misericordia de Dios al llevar a su plenitud las promesas del Antiguo Testamento.
Esta escena bíblica, de la visita de María a Isabel, fija el tono de urgencia de nuestra misión cristiana. María fue «de prisa». No hubo demoras, ahora es el momento. La misma urgencia se expresó cuando Jesús envió a sus discípulos: «Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación».
Y como María, sin perder tiempo, llevando en su vientre la Esperanza de la Cristiandad, apresuró el cumplimiento de la promesa de Dios, así debe cada peregrino/a de hoy llevar el amor, la bondad, la misericordia y la justicia de Dios.
El caminar de María para proclamar la promesa salvífica de Dios a la humanidad no fue fácil ni seguro. Mas bien, su camino fue pedregoso y doloroso de avanzar, lleno de peligro y sufrimiento.
Ciertamente, «los cerros de Judá» sugirieron un camino salvaje y el viaje a Belén fue en pleno invierno, de frío inclemente y atestado. Sin una habitación en las posadas, ella dio a luz al Rey de Reyes en un lugar rupestre, con los pobres y las criaturas del campo, en busca del mismo refugio.
La huida a Egipto estuvo llena de aprensión y miedo por la seguridad de su hijo y todos los niños que Herodes amenazó masacrar. Ella se encaminó al Gólgota, vio a su hijo golpeado, obligado a cargar una pesada cruz, caer varias veces, clavado en la cruz y finalmente morir. ¡Cuánto más dolor puede soportar un corazón humano!
Pero María comprendió y creyó que el sufrimiento no es un fin; Ella creía que hay una resurrección. Su hijo nos dijo: «Yo soy la vida y la resurrección quien cree en mí, aun si muere, vivirá. Y toda persona que vive y cree en mí nunca morirá».
Vivimos en un mundo fracturado, un mundo donde falta amor, bondad y respeto, tanto por la humanidad como por el cosmos, y donde el abuso y la explotación parecen prevalecer: el poderoso y el rico parecen estar consumidos por controlar la vida humana y amasar su riqueza, mientras que las personas sin poder: las pobres y víctimas de la injusticia, siguen viviendo con miedo mientras ellas luchan por vivir y sobrevivir en alcantarillas y detrás de rejas.
Como nuestras antepasadas de antaño y como María e Isabel, la cristiandad moderna tiene sus propias aguas turbulentas y desiertos estériles que cruzar antes de alcanzar la tierra prometida, antes de lograr la redención prometida, la promesa de la vida tras la muerte.
San Pablo nos recuerda que «el sufrimiento produce perseverancia; la perseverancia produce la entereza de carácter; la entereza de carácter produce esperanza que no nos defrauda porque Dios ha derramado su amor en nuestros corazones».
El Papa Francisco entendió y creyó esto cuando él anunció el Año Jubilar, el año de la esperanza, para actuar y ser signo de esperanza para otros, animando a cada creyente a confiar en el amor de Dios, a renovarse en la fe y finalmente vivir por siempre en el abrazo de Dios. Entonces, con Catalina, con todas las Isabel y Marías, y toda la humanidad cantaremos «Soy tuya/o por el tiempo y la eternidad. Sí, lo soy».