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Hermana Deborah Watson

Capítulo uno: Primeras influencias

Me contaron que desde los seis años yo quería ser hermana. La primera vez que recuerdo haberlo expresado fue cuando tenía ocho años y mi abuela estaba falleciendo. Un domingo por la tarde fuimos con mi madre, mi tío y mis hermanitos a visitar a mi abuela al Hospital Saint Mary. La Hermana Mary Placida, miembro de la administración del hospital y gran amiga de mi tío quien era sacerdote, nos llevó a mis hermanos y a mí a la cafetería. Mientras comíamos un helado, ella me preguntó que quería ser cuando fuera mayor. Sin vacilar, le contesté que yo quería ser hermana y juntas exploramos diversas opciones: Hermana de la Misericordia, hermana misionera, etc.

Estuve impresionada por las hermanas de mi escuela parroquial. Nos apoyaron mucho cuando la situación familiar era dificultosa, aconsejaron a mi madre y se aseguraron de darme una merienda nutritiva en las mañanas. Las Hermanas Mary Saint John y Suzanne Toolan visitaron a mi abuela cuando estuvo postrada en cama en casa. Su presencia humana sobrepasó el papel de maestra.

Hermana Deborah (centro) en su día de entrada, 7 de septiembre de 1961.

En el séptimo grado, yo le insistí a la Hermana Mary Geraldine hasta que me prestó un libro sobre la vida de Catalina McAuley, fundadora de las Hermanas de la Misericordia. Tomé el nombre de Catalina en mi confirmación, por mi abuela y por Madre McAuley. Mi proyecto de vocación escolar me llevó a investigar muchas órdenes religiosas y sus variedades de ministerios.

Esto sucedió en los años 50, lo que llamo mi gueto católico irlandés-italiano de Burlingame. La vida religiosa era una opción viable y frecuentemente preferida por las jóvenes. Brindaba oportunidades de servicio y liderazgo que no estaban disponibles para las mujeres en aquella época. Además, las enseñanzas de la Iglesia en aquel tiempo proclamaban la vida religiosa como el «estado de perfección», categóricamente la mejor manera de servir a Dios y a los demás, con un boleto al cielo prácticamente garantizado. Los hermanos de mi amiga se iban al seminario; las jóvenes que me precedían en la escuela entraban en el convento.

La vida religiosa fue parte de mi entorno familiar: tuve un tío jesuita que desempeñó el cargo de provincial de California; una madre que a menudo expresó su consideración profunda de convertirse en monja; un abuelo que me llevó con él al Convento de Religiosas del Sagrado Corazón (de Jesús) cuando trabajó en alguna obra artística; un extraordinario capuchino como el Padre Cornelius que me «permitió» pasear a su perro muchas tardes. En aquel tiempo y en ese contexto, era un estilo de vida normal, arraigado en sólidas experiencias de fe familiares, escolares y parroquiales.

Capítulo dos: Discernimiento inicial

En 1957 me matriculé en la Escuela Secundaria de la Misericordia. El cambio estaba en el ambiente. Beatniks había invadido la playa norte de San Francisco. Un joven político católico llamado John F. Kennedy estaba causando sensación a nivel nacional. Tuve el privilegio de encontrarme con un personal docente excelente en mi escuela femenina. Las Hermanas Barbara Moran, Rosemary Sullivan, Mary Ann Scofield, Suzanne Toolan, Pat Toolan, Jacqueline Crouch, Marilyn Gouailhardou, por nombrar sólo algunas, fueron maestras y mentoras excelentes que nos dieron herramientas para navegar un mundo en drástica transformación. La Hermana Rosaleen O’Sullivan se convirtió en mi «acompañante» (como diríamos en español).

Hermana Deborah (izquierda) y Hermana Rosaleen

Después pasó de moda expresar el deseo de ingresar en la vida religiosa. Esa resistencia procedió tanto de presiones internas como externas. Las hormonas de la adolescencia y la exposición a una amplia gama de opciones de vida me hicieron negar la atracción de la vida religiosa. Rosaleen me ayudó a profundizar mi vida de oración y me orientó a explorar la naturaleza de la vocación como llamado. En mi penúltimo año de secundaria, acepté el llamado de Dios a la vida religiosa.

Aunque seguí luchando con la idea del celibato, puse fin al matrimonio y la familia en el contexto de las palabras de San Agustín: «Nuestros corazones han sido hechos para ti, oh Dios, y nunca descansarán hasta que descansen en ti». Para mí, eso significaba que el propósito de vivir una vida religiosa era una forma de poner la búsqueda de Dios en el centro de mi ser y mis más profundos anhelos. Las artes a las que estuve expuesta, sobre todo en la literatura, me brindaron experiencias vicarias en las que lidiar con una opción por el celibato.

A medida que me ahondé en mi vida de oración y me di cuenta del discurso de María/Marta en la enseñanza católica que solía exaltar la postura contemplativa de María y minimizar el servicio de Marta, tuve que examinar seriamente la vida religiosa contemplativa. Recuerdo claramente el día que me paré en la puerta del monasterio de las Hermanas Carmelitas de Clausura mexicanas de la calle Fulton, pero no me atrevía a llamar a la puerta.

El 7 de septiembre de 1961, ingresé en las Hermanas de la Misericordia en Burlingame, California, resuelta a esforzarme por vivir la vida de una contemplativa en acción.