Por Kathy Schongar, asociada de la Misericordia
Hace un año, cuando emprendíamos nuestro caminar de Cuaresma, el coronavirus y el distanciamiento social no existían en nuestro vocabulario. Las mascarillas o tapabocas y los desinfectantes de manos eran propios de los hospitales, pero no accesorios de la vida diaria. Luego, vino el confinamiento, y nuestras vidas dieron un vuelco absorbidas por un vórtice pandémico de agitación médica, social, emocional y económica. Nuestra fe se pondría a prueba de una manera no pensada.
Pero como personas de fe, aceptamos los retos que se nos presentaron. Los miembros de familias completas aisladas en sus hogares pudieron dialogar más unos con otros. Escuchamos más. Nos fijamos objetivos y completamos proyectos. Llegamos a apreciar las pequeñas cosas que comenzamos a echar de menos, como el café después de misa, la comida con un amigo o la cena del domingo con la abuela.
Nos comprometimos en devoción y acción. Oramos por enfermos y por trabajadores esenciales. Rogamos por una vacuna. Trabajamos desde nuestra casa cuando fue posible. Juntos asistimos a misa a través de Internet. Los estudiantes y sus maestros se adaptaron a la instrucción y al aprendizaje virtual. Usamos mascarillas y practicamos la distancia social. Apoyamos los pequeños negocios e hicimos lo que nos fue posible para asegurar que nuestros vecinos estuvieran seguros, protegidos y alimentados. Pero el COVID-19 fue implacable.
Aunque nuestras festividades de Pascua no fueron las tradicionales, encontramos alivio y gozo en la historia de la Resurrección y en la renovación que la primavera nos ofrece cada año. El verano nos trajo oportunidades de pasar algún tiempo fuera con familiares y amigos manteniendo nuestra distancia. Se celebraron graduaciones, bodas y fiestas.
Pero ya en el otoño todos estábamos exhaustos. Cansados de la soledad y de la separación. Fue difícil. Extrañábamos a la gente. Nos sentimos fatigados de visitar a nuestros seres queridos aislados en residencias de ancianos a través de las ventanillas, y de llamar por video a aquellos que estaban enfermos o muriendo en los hospitales. El coronavirus nos colocó en un universo paralelo de aislamiento que rozaba la desesperación. El mismo planeta estaba cansado. Muchas personas lo perdieron todo. Muchos enfermaron por esta invisible y frecuentemente asintomática amenaza para la humanidad.
Para el fin de año, el Día de Acción de Gracias y la Navidad vinieron y se fueron; nos conectamos y celebramos reuniones a larga distancia a través de Zoom, Skype y redes sociales. Rezamos y nos adaptamos lo mejor que pudimos, pero había demasiadas sillas vacías en las mesas navideñas. El COVID no iba a desaparecer todavía.
Muchos fueron los que se debatieron buscando a Dios en esta realidad alterna. Pero, si miramos con nuevos ojos este año que empezó, podremos encontrar esperanza en los lugares más insospechados. Podemos aprender de la experiencia y hacerlo mejor. ¡El aislamiento forzado nos hizo ver la importancia que tiene el don de la presencia! Somos seres sociales, y estamos inclinados a estar con los demás. El poder físico y espiritual del contacto es real. Muchas investigaciones demuestran que los niños y los adultos que están aislados durante largos períodos de tiempo, incluso con sus necesidades básicas satisfechas, simplemente mueren de soledad. Nos necesitamos mutuamente.
La pandemia no podía dejarlo más claro. Las personas enfermas necesitan personal médico, los médicos necesitan transporte y guarderías para sus hijos. Todos necesitan alimentos y alojamiento. Nuestra comprensión de lo que significan los trabajadores esenciales nunca volverá a ser la misma. No hacemos este viaje de la vida solos.
Nuestras manos están diseñadas para entrelazarse y levantar, guiar y sostener a nuestros seres queridos. Una mano en el hombro, o una palmadita en la espalda no requieren de palabras y no pueden expresarse a través de las charlas en video. Los abrazos son importantes. No hay nada como un cálido abrazo para mejorar una celebración o aliviar el dolor de la pérdida.
La muerte no da espera y, durante la pandemia, rompe nuestros corazones diariamente. Los servicios religiosos restringidos y los velorios con distanciamiento social hacen poco por mitigar el dolor de no poder decir adiós. Los servicios adaptados a las circunstancias y los velorios sin cantos e historias, abrazos, lágrimas e incluso risas, nos obligan a compartimentar nuestro dolor, dejando que éste pese sobre nuestras almas como una piedra en espera de ser levantada.
Gozo y congoja hacen parte de nuestra psique colectiva. Están destinados a ser compartidos y, en ellos, Dios se encuentra entre nosotros.
La historia ofrece la esperanza de que Dios no nos abandona en épocas de incertidumbre. Nuestros abuelos y bisabuelos sobrellevaron incendios, inundaciones, hambrunas, epidemias como la de la Gripe Española y mucho más. Lo hicieron con una fe inquebrantable y con confianza en los demás. Son para nosotros un modelo de valentía, resolución, constancia y prueba de que el poder del amor puede soportar todas las cosas, grandes y pequeñas. Su legado es de esperanza.
Mientras nos preparamos para la Pascua de este año, abramos nuestros cansados corazones a los dones de la estación y dejemos que nuestra fe brille como un faro de esperanza y sanación para nuestro mundo quebrantado. Acojamos los desafíos que tenemos ante nosotros, abriendo nuestros corazones y nuestras mentes al soplo del Espíritu dentro de cada uno, mientras seguimos caminando juntos como pueblo pascual.