Por Hermana Lilian Silva
En diversos pasajes de la Biblia, encontramos relatos que exploran el tema del amor en sus distintas etapas y manifestaciones. El amor está presente a lo largo de toda la narración, se trata ni más ni menos que de una historia de amor, la de Dios revelándose a lo largo de la historia. La afirmación aquí es clara para mí: Dios continúa manifestándose siempre.
El periodo navideño adquiere un carácter solemne para la Iglesia, que es invitada a proclamar que Dios es único y que es, además, Señor de la historia. No hay amor comparable al de Dios. El regalo del niño Jesús enriquece tanto a la Iglesia como al mundo, haciéndose presente como el motivo de renovación.
Todas/os conocemos las características del contexto donde se manifiesta hoy. No podemos obviar la realidad en la que vivimos: un mundo que sufre por problemas económicos, políticos, sociales y ambientales. Una realidad que fuerza a miles de personas a dejar sus países y afectos (migrantes) muchas veces por las causas del cambio climático; miles de familias que están transitando la guerra; personas que sufren distintos niveles de violencia que llegan incluso a afectar un derecho tan básico como el de poder salir de su casa sin miedo a ser robado, asesinado, secuestrado o peor.
En medio de esta oscura realidad global de tanta pobreza moral y material, la liturgia y las festividades navideñas nos presentan un mensajero que anuncia una buena noticia (Is 52,7): Dios, una vez más, se hace presente, porque es fiel y no se olvida de Su pueblo. Este tiempo de gracia nos ofrece un regalo grandioso: un niño que reposa en los brazos de su madre, portando luz en su corazón. Este regalo anuncia la paz tan anhelada para nuestros corazones y para el mundo entero. Nos trae la esperanza de un Dios que es “palabra” y que busca comunicarse, provocando la alegría de aquellos que esperan de Él.
Pese al secularismo y a la polarización política que tanta confusión genera en los pueblos que más sufren, Dios desea acompañarnos, caminar con su pueblo y ofrecernos, a través de Jesús, la “vida”, la “luz verdadera” y “la salvación”. Nos invita a cultivar la esperanza y la fe en este Niño Dios, animando nuestros pasos para ir una vez más a contracorriente, ser nosotras “vida” para nuestras hermanas, en nuestros ministerios, en la sociedad, en el pequeño o gran espacio que habitamos, ayudar a otros/as a crecer en esta “esperanza”; “iluminar” con su luz cada día por que la luz resplandece en la oscuridad. (Jn 1,5)
Al contemplar los pesebres en estos días, las invito a reconocer que la Navidad es el nacimiento de la esperanza, la promesa cumplida, el ayer, hoy y mañana en nuestras vidas, en el mundo y en el cosmos. Es el momento de la encarnación, también es silencio, contemplación, iluminación, respuesta y adoración. Es sencillez y humildad.
Con luces brillando en nuestros árboles y aroma a galletas recién horneadas en el aire, abramos nuestros corazones y abracemos a este Dios Niño, a este amor que se hace carne, que desea vivir una historia de amor con cada uno de nosotros, el de la esperanza, la vida y la salvación.
¡Que lo adoren todos los ángeles! (Heb 1,6).