Por Cynthia Sartor, Compañera en Misericordia
No recuerdo su nombre ni cómo era ella, pero recuerdo haberla visto sólo dos veces. Fue en la primavera de 1972.
Los inviernos siempre fueron largos para mí, sin importar su dureza o calma. Yo esperaba la primavera y salía a su encuentro con una chaqueta ligera y dos resfríos al año. Sin embargo, la primavera siempre fue maravillosa porque eso significaba que el invierno nos dejaba.
Los primeros años de la década de 1970 fueron años emocionantes. Acababa de graduarme de la universidad con una licenciatura en artes y me llamaba a mí misma trabajadora social. Mi pasantía fue en el hospital estatal, donde me encontré a mí misma y a mi vocación. Fue allí donde me di cuenta por primera vez que había un lugar para mí en este mundo. Trabajando con aquellos que luchaban diariamente por la paz de la mente y el alma era donde me atraía. Mi primer empleo fue trabajar en una unidad psiquiátrica con 36 camas. Mi oficina era la última habitación del pasillo antes de entrar en la unidad bajo llave. Los pacientes de esta parte de la unidad necesitaban más observación y atención debido a la gravedad de sus enfermedades.
Es importante recordar que, en la década de 1970, la mayoría de pacientes con enfermedades mentales en los hospitales estatales eran dados de alta en comunidades no preparadas para ellos. A menudo, eran admitidos en hogares de ancianos que no estaban equipados para tratarlos. Con demasiada frecuencia, después de salir del hospital, se quedaban sin hogar y vivían en las calles. Hasta hoy, la gran mayoría de las personas sin techo sufren algún tipo de enfermedad mental. En ese momento, se utilizaban nuevos medicamentos, y muchos tenían efectos secundarios debilitantes. Sin embargo, fueron estos medicamentos los que abrieron los hospitales estatales y permitieron que la gente viviera en la comunidad. Esto se llamó «desinstitucionalización».
Mi primer trabajo fue ayudar a facilitar la colocación en la comunidad de muchos de nuestros pacientes. Entonces les llamábamos «pacientes». Decir que disfruté de mi trabajo sería quedarse corta. Me sentía importante y necesitada y, por primera vez en mi vida, como si estuviera haciendo algo realmente con sentido. Un día cuando entré en mi oficina, noté que la puerta de la unidad bajo llave estaba abierta. Una puerta abierta era una indicación de que quienes estaban allí estaban bien y tranquilos. Vi a una señora sentada en una mesa en el pasillo. En la mesa había un ramo de narcisos. Después de haber ido a tomar un café, decidí unirme a ella en la mesa.
Como era mi costumbre, me presenté y pregunté si podía sentarme con ella. Me miró, pero no dijo nada. Luego me senté y hablé con ella; sin embargo, una vez más, no dijo nada. Ella respondía a cualquier intento de conversación con una mirada en blanco y sin palabras. Me sentí incómoda, pero decidí sentarme con ella y terminar mi café. Miré las flores y comenté su belleza, sobre todo porque el invierno había sido tan triste. Ella no dijo nada. Finalmente, me excusé y me fui. Ella no dijo nada. Recuerdo que pensé que acababa de perder el tiempo y luego no pensé más en la situación. El orgullo y el ego se interponían en la forma de ver la importancia del momento.
Semanas más tarde, entré en mi oficina y encontré una mujer atractiva, de mediana edad y bien vestida. La saludé y me presenté. Sonrió y me preguntó si me acordaba de ella. Me disculpé y dije que no. Volvió a sonreír y dijo que era la señora sentada en la mesa con los narcisos. Me dijo que recordaba el día que nos sentamos juntas en el pasillo. Dijo que esos pocos minutos que habíamos pasado juntas habían marcado la diferencia para ella y quería darme las gracias. Después de hacerlo, se fue rápidamente, dejándome aturdida y humillada.
Durante los 40 años que fui empleada como trabajadora social, trabajé en tres centros de salud mental diferentes en tres estados, formé parte de varias mesas directivas, ayudé en el desarrollo de servicios sociales y compartí en actividades de desarrollo comunitario. Además, obtuve un doctorado en trabajo social y enseñé el arte de la profesión a quienes aspiran ser estudiantes universitarios.
Cada primavera, sin importar donde esté, siempre recuerdo a la dama del narciso, y comparto esta historia con quienes la escuchen. A veces con estudiantes y miembros del personal quienes me recuerdan que ya he contado esa historia antes; sin embargo, no les presto atención. Simplemente vuelvo a contar la historia, una y otra vez, porque si la recuerdan, recordarán a la «dama de los narcisos». Y quiero que sea recordada por lo que me dio a entender ese día de primavera.
Aprendí que no es tanto lo que nos decimos el uno al otro lo que importa. En cambio, lo que cuenta es el tiempo y el cuidado que invertimos. Nuestra presencia, más que nuestras palabras, nos ayuda a conectarnos con los demás y les asegura que no están solos. Nuestra presencia, en efecto, es el regalo.
Gracias, Señora del Narciso, por no sólo tocar mi vida, sino también la de muchas otras personas. Que encuentres la paz.