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El amor y espíritu de servicio de Kathleen no tenían límites. Verdaderamente vivió el lema que eligió para inscribirse en su anillo cuando hizo sus votos perpetuos como Hermana de la Misericordia: «lo que hagan al más pequeño, a mí me lo hacen».
Desde el principio fue maestra de primaria y obtuvo licenciatura en educación de la Universidad de Santa Rosa en Albany, Nuevo York y maestrías en educación de la Universidad Siena en Loudonville, Nuevo York y de la Universidad de San Miguel en Colchester, Vermont.
Sin embargo, Hermana Kathleen entregó su corazón al pueblo de Alaska a quienes sirvió por cuarenta años en la Arquidiócesis de Anchorage. Sirvió en la Oficina de la Cancillería y en numerosas parroquias como directora de primaria, administradora, directora de educación religiosa, agente pastoral y directora de ministerio familiar.
Hermana Kathleen respondía a las personas necesitadas. Buscaba hacer una verdadera diferencia en la vida de las personas: los jóvenes y los ancianos, los de buena salud y los que tenían dificultades físicas o mentales. Por diez años, sirvió a integrantes de la comunidad JOY, un grupo de la arquidiócesis de mujeres, hombres y niños discapacitados y sus familias.
El amor y espíritu de servicio de Kathleen no tenían límites. Su presencia cálida y de afirmación sacó lo mejor de las personas y las llevó a apreciar sus propios dones. Lo último que dio Hermana Kathleen al pueblo que sirvió tan bien en Alaska fue servir como capellana en el Hogar Horizonte Providencia, un centro de vida asistida en Anchorage. Laboró para cumplir un sueño de construir una capilla para personas ancianas allí. Colaboró con residentes para diseñar un espacio de inspiración para el alma, de buen gusto artístico y más que nada, asequible para personas discapacitadas. Ella veló del proyecto hasta que se cumplió.