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Por Kathleen Kelleher, Asociada de la Misericordia

Dios obra de maneras misteriosas.

En un retiro de Adviento el pasado mes de diciembre, escuché a una mujer mayor esforzarse por darle sentido a la elección presidencial de EE.UU. Ella dijo, «No deseo ser una buena persona que no hace nada». Asentí en acuerdo, preguntándome que haría yo con mis propias dudas y desconfianza. El tiempo pasó de prisa a la Cuaresma; me invitaron a ofrecer una reflexión en el servicio del Viernes Santo en la decimoprimera estación de la cruz, Jesús es crucificado. Comencé cantando el estribillo espiritual del esclavo afroamericano, « ¿Estabas allí cuando crucificaron a mi Señor?» Luego reflexioné sobre lo siguiente:

«¿Me pregunto dónde habría estado? ¿Me habría quedado para presenciar los últimos momentos de Jesús de ser uno de nosotros? ¿Podría haber actuado a través de la conmoción y el trauma para consolar a alguien más, o me habría dictaminado el temor y la sobrevivencia? Estoy agradecida de no haber sido puesta a prueba; o, ¿estamos todos llamados a presenciar las crucifixiones de hoy? ¿Puedo todavía temblar o estoy insensibilizada ante las nuevas atrocidades? Algunos preguntan, ‘¿Cómo puede un Dios amoroso y piadoso permitirlo todo?’ Pero yo no culpo a Dios, ni entonces ni ahora. Me pregunto, ¿cómo estoy crucificando a Jesús hoy? ¿Cuándo rechazo a los demás y me alejo, cuándo juzgo y no tengo lugar en mi corazón o en mi hogar, cuándo estoy demasiado cansada para hacer un esfuerzo? ¿Cuándo brotará mi amor y valor, cuándo y dónde defenderé alguna causa?»

El tiempo ha pasado de prisa otra vez hasta fines de julio. Un colega me envió un correo electrónico de un residente de Charlottesville, Virginia; la comunidad de fe de la ciudad estaba pidiendo que 1.000 clérigos, católicos en particular, tomaran una posición contra una manifestación planeada por la derecha alternativa – supremacía blanca. Al principio pensé que la mejor manera de emplear mi tiempo sería transfiriendo la petición a las redes de fe y justicia social que conocía en Washington, D.C.

Sin embargo, a medida que los días se acercaban a la manifestación, la información que llegaba de Charlottesville era desalentadora, incluso aterradora; la violencia no era solamente una amenaza, sino una promesa. Dejé de ayudar a organizar a otros a ir y discerní que yo necesitaba ir. Mi valor fue reforzado por una amiga de fe quien no es ajena a poner la fe correcta en la acción correcta. Nosotras caminaríamos juntas y, en palabra y hecho, nos uniríamos con el Cuerpo de Cristo, otra vez siendo crucificado por la coalición de corazones y mentes que se han alejado de Dios. Como dijo el filósofo y político irlandés Edmund Burke, «Lo único que necesita el mal para triunfar es que los hombres buenos no hagan nada». Así nosotras, dos mujeres católicas fuimos a ser una presencia orante, de testimonio y oposición a la libertad de expresión que está llena de odio, que es falsa e incitante. Llevábamos carteles que decían, «El Cuerpo de Cristo está presente» y «¿Quién es mi hermana y mi hermano?»

Fuimos porque nos pidieron, porque pudimos, y porque era importante decir, «Esto no es lo que somos». Fuimos por aquellos que no podían ir, por aquellos a quienes les dijeron que se quedaran en casa o regresen a casa por su propia seguridad. Por aquellos que lucharon en las décadas de 1860, 1940, 1960 y por aquellos que nunca dejaron de luchar porque el racismo y el antisemitismo nunca dejaron de existir. Por todas las personas que son odiadas por lo que son, de donde vienen, por quienes aman y por cómo rinden culto. Por la mujer judía que no ha regresado a casa desde julio, cuando su dirección en Charlottesville fue vociferada fuera de su lugar de empleo. Porque se han colgado lazos como en una horca en lugares públicos; porque los hombres de la raza negra, inocentes o no, son asesinados a tiros en las calles de Estados Unidos. Por mi amigo Harry del sur de Chicago, cuya madre estuvo en el puente de Selma; para recordar a mi amigo Dave quien laboró en una cadena de pandillas para registrar a las personas de color para votar. Por amigas/os y colegas de trabajo que todavía podrían ser linchados, disparados, despedidos, no contratados, o negados de vivienda debido a que no tienen mi apariencia. Por el estudiante de la Universidad de Virginia quien gritó con pánico, «¿Dónde estás América?» mientras supremacistas blancos con antorchas marchaban a través del campo universitario. Por Heather Heyer, cuya última publicación en la Red exponía, «Si no estás indignado, no estás prestando atención».

Fuimos porque era la posición correcta que tomar en este momento de confusión nacional, de rabia, de narraciones falsas y promesas vacías. Nos dijeron que era insensato asistir, pero no fuimos porque era sensato. ¿Es este un nuevo momento en nuestro experimento estadounidense? ¿Podemos indignarnos y prestar suficiente atención para finalmente sanar las heridas del racismo y el antisemitismo, que sólo sobreviven cuando se enseñan y se aprenden? Estados Unidos parece quebrantado en este momento, y depende de todos los que lo llaman hogar defenderlo y remediarlo.