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Roma, la restauración y la vida del otro

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Por la Hermana Rita Parks

Cuando el actor Edward James Olmos inició su introducción a la película Roma en la premiación de películas para adultos AARP (siglas en inglés para Asociación Estadounidense de Personas Jubiladas), saludó a la audiencia primero en español y luego en inglés, diciendo: «Para aquellos de ustedes que tienen dificultades en español, está bien. Está bien».

Dificultades en español.

Un suave recordatorio pero inconfundible de que muchos de nosotros estamos muy limitados en nuestra capacidad de conectarnos con nuestras hermanas y hermanos de otras culturas. Sin embargo, esta dificultad va más allá del lenguaje. Es una herida abierta originada por siglos de ignorancia, arrogancia, pensamientos errados y crueldad que nos ha reducido, debilitado nuestra capacidad de ver, escuchar y responder a las necesidades urgentes de nuestro tiempo.

A medida que continúo con mis esfuerzos de llegar a un acuerdo con mi propia dificultad, una película como Roma ofrece una oportunidad para explorar nuestros Asuntos Críticos a través de la historia de una sirvienta que trabaja para una familia de la clase media alta en la Ciudad de México.

La película es en español y mixteco con subtítulos (desde el inicio un desafío para mi dificultad); la historia se basa en los recuerdos del director, Alfonso Cuarón, de su amada niñera indígena. (Yalitza Aparicio, la primera actriz en el papel de Cleo, relata que una vez fue rechazada de un puesto de trabajo minorista porque su empleador le dijo que se debía: «a su color de piel»).

Cleo es parte integral de la familia, amada tanto por los niños como por los adultos; al mismo tiempo, es invisible. Pero siempre está ahí: avena servida, camas hechas, ropa limpia, pisos restregados. Roma es asombrosa en su capacidad de retratar la indiferencia e insensibilidad ocasionales hacia la sirvienta, sin la cual la familia sería inútil.

Olmos (hijo de padre mexicano y madre mexicana-estadounidense) continuó en su introducción a la película: «Como en cualquier cultura, hay personas privilegiadas y personas no privilegiadas». En el curso de la trama engañosamente sencilla, nosotros en la audiencia somos observadores en primera fila de la vida de Cleo como una sirvienta «morena», como una mujer subyugada al poder del hombre y desgarrada por la violencia tanto personal como social. Sin embargo, en esa casa protegida por un portón Cleo vive su vida dentro y fuera con gracia y silencio, valor, y con una resiliencia que invita tanto a la reflexión como a la resolución por parte de cada uno de nosotros: que tenemos dificultades, los dañados y reducidos.

Finalmente, en medio del desorden doméstico y el caos del mundo de Cleo, una imagen fuerte y recurrente es la del agua: burbujas de jabón van hacia el drenaje a través de las baldosas del piso que Cleo refriega a diario; con sus manos escurre la ropa que a su vez cuelga en el tendedero de la azotea para que se seque; observa a los niños a quienes quiere mucho mientras juegan en la lluvia; y Cleo, que no sabe nadar, se mete a las aguas peligrosas porque tiene un amor grande.

Esta conexión visual con las cosas elementales hace eco a la conclusión que hace Olmos de la introducción a la película, afirmando el poder tanto del afecto como de la compasión. También es el poder de nuestro deseo de ser sanados en este paso crucial hacia la restauración, así como se restauró a Bartimeo y a Pedro, a la mujer cananea y a la encorvada (ambas permanecen anónimas en la Biblia).

Roma es una hermosa película que, como cualquier obra de arte, nos invita a la vida de la «otra» persona, para ver más allá de la primera impresión, y para capacitarnos a movernos más allá de nuestros impedimentos hacia la comunión.