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Por la Hermana Pat Kenny

Vivimos en tiempos oscuros; no solo en la temporada de invierno, o en un tiempo de duelo y angustia profunda. Este es un tiempo en el que no importa cuál sea nuestra persuasión científica, religiosa o política, nos encontramos agobiados por la oscuridad de lo que escuchamos, vemos y sentimos a nuestro alrededor. La naturaleza, antes confiable y predecible, se comporta de manera nunca vista. Nuestros gobiernos e Iglesias —instituciones en las que hemos confiado y confiamos— nos han defraudado y no suavemente. Nos bombardean con retórica florida, argumentos febriles, contradicciones y afirmaciones que no son ciertas. Tragedias y catástrofes que nunca pensamos posibles suceden regularmente. No es de extrañar que la esperanza sea difícil de encontrar.

El filósofo, autor y periodista franco-argelino, Albert Camus, escribió: «En pleno invierno, finalmente aprendí que en mi interior yace un verano invencible». Fue diciembre cuando leí por primera vez esa cita. Mi padre acababa de fallecer, el ultimo miembro de mi familia inmediata. Las tareas a las que me enfrentaba: planear otro funeral, vender una casa, deshacerse de medio siglo de tesoros familiares, agradecer montones de condolencias —sola— parecía imposible. Las palabras de Camus me conmovieron profundamente y también me parecieron ciertas.

Algunas mañanas de invierno me detengo en una ventana que mira hacia el este en Marian Woods y recupero el aliento. El resplandor justo debajo del horizonte, detrás de la nítida tracería negra de los árboles, es una homilía sin palabras. Los árboles despojados de su fina vegetación, como esqueletos en esta época del año, no pueden ocultar las heridas que los han formado. Las ramas retorcidas en ángulos extraños, dobladas por dedos helados y vientos implacables, permanecen desnudas, pero sin vergüenza. Arraigados firmemente, han resistido a todo. Si tuvieran voces, ¿qué me dirían?

El sol, más fiel incluso que la luna o las estrellas, sale nuevamente, a pesar de lo que, momentos antes, parecía una oscuridad implacable. Destacan los objetos que el tiempo y los elementos maltrataron y me demuestran una vez más que todo estará bien. Ha comenzado otro día, otra oportunidad para hacer las cosas bien, de volver a intentar y creer contra viento y marea que la esperanza es real. La pequeña Annie, en el musical que lleva su nombre, tenía razón cuando coreaba: «Mañana, mañana, te quiero mañana, te falta solo un día para llegar».